Una vez comenté en clase a estudiantes adolescentes cómo el espléndido gesto agónico que luce Laocoonte en la escultura “Laocoonte y sus hijos” inspiró a algunos artistas del renacimiento para representar la agonía de Jesús en los crucifijos. No recuerdo cómo salió el tema, los estudiantes son un torbellino de curiosidad. Pudo haber surgido cuando hablábamos sobre los símbolos, los préstamos culturales, la construcción de íconos, los hallazgos arqueológicos, cómo resuelven los artistas sus baches inspirativos o la separación entre iglesia y estado. Tampoco se los conté de esa forma, preferí empezar señalando que esa imagen tan popularizada había nacido así, cuando artistas copiaron hace 500 años el gesto de una escultura hecha hace 2000 que era ajena al cristianismo.

Nadie se escandalizó, por el contrario, la historia produjo aún más preguntas y eso siempre es bueno. En otra oportunidad comparamos imágenes de la escultura con crucifijos y sumamos datos a la historia, fue un ejercicio muy gratificante para todos. Unos días después, la rectora interrumpió una charla que manteníamos entre los dos, sobre el clima o el precio de las cosas, porque recordó que debía informarme algo: “Vino una mamá a quejarse recaliente porque dijiste en clases que Jesús no existió”. Charlamos sanamente sobre la cuestión, sana y administrativamente porque ambos sabíamos que no era una charla más. Le aclaré que no había sido así, que el tema resultaba sumamente interesante (desde Onfray hasta Ratzinger, pasando por Rubén Dri y “El Jesús de Montreal”), que solíamos aproximarnos a ese debate en cursos superiores pero que no era este el caso y le narré lo que habíamos hecho. Me puse a disposición para hablar con la mamá, era una mujer que conocía desde hacía mucho tiempo, me interesaba tratar esto y, sobre todo, ver cómo seguiríamos. Al final, nunca nos encontramos por ese tema. El correr del tiempo y otras solidaridades inevitables arrastraron esa tensión hasta diluirla casi definitivamente. Nos reencontramos con la mamá, pero ya para otra cosa. Tras esa presentación, usé muchísimas veces más la historia de Laocoonte y los crucifijos en clase, es un golazo y la recomiendo.

Tengo 40 años, 17 de docente, 32 de estudiante y, por el rol que ejerzo en Agmer, hace tres años y medio que no estoy en un aula como profesor. Mentiría si dijera que temas como el Golpe, las desigualdades de género, el carácter laico de la educación pública, el matrimonio igualitario, la educación sexual no encendieron debates. En esas discusiones, todos planteamos posición de la mejor forma posible. Siempre y en todos los ámbitos vinculados a la escuela estos intercambios tuvieron lugar, incluso entre opiniones muy distantes y alimentadas, encima, por las desavenencias de la convivencia cotidiana.

Con el aborto también pasó. Obviamente, lo tratamos con más o menos intensidad, ante los estudiantes o sólo entre docentes. Ha sido tema en aulas, salas de maestros, en el gremio y en esas comidas (guisos, asados o pizzas) que solemos organizar para distendernos y en las que terminamos indefectiblemente hablando de la escuela y, como corresponde, de lo que la atraviesa. La discusión (porque es una sola que se desarrolla desde hace años de forma ininterrumpida) siempre encendió los ánimos, expuso tanto casos concretos como dilemas éticos y, también, fue construyendo consensos. Salvo que me falle la memoria y descontando puntuales excepciones, en ningún momento nadie durante todos esos años se levantó, ni se fue y todos dieron el debate más allá de las diferencias que fueron, en muchos casos, ampulosamente irreconciliables.

Esa experiencia puntual fue la que formó prioritariamente mi opinión al respecto y fue enriquecida por el multitudinario movimiento de mujeres que hoy copa las calles exigiendo soluciones a este problema sensible, urgente e impostergable.

A título personal, considero que debe ser ley el proyecto de “Interrupción voluntaria del embarazo” que obtuvo media sanción en Diputados por estos días. En ese sentido, sé que en el debate legislativo no está ya en discusión la despenalización o no del aborto como acción en general (menos aún su carácter constitucional) porque el Código Penal incorpora el aborto no punible en su artículo 86 para muchos casos. Sé que tampoco está en discusión la distinción entre niño y embrión, pues la “Ley de Reproducción Médicamente Asistida” legalizó desde 2013 con amplísimos consensos la manipulación y descarte de embriones durante estos procesos. También sé que las estadísticas oficiales no muestran la realidad sobre el aborto, los factores que más las distorsionan son el carácter ilegal que tiene hoy esa práctica y la condena social que pesa sobre las mujeres que abortan. Esa realidad es disfrazada bajo eufemismos, silencios y violencias. Tengo claro que los abortos existen, que esas interrupciones ilegalizados no salvan ninguna vida, que muchas mujeres mueren en ellas y que la muerte no es el único precio que puede pagar una mujer que aborta. Una ley que amplíe la legalización del aborto (así creo debe plantearse, dado el Código Penal que tenemos) no sólo mejoraría las condiciones sanitarias de esos procedimientos, también expondría un perfil estadístico mucho más cercano a lo que pasa y, además, favorecería algo que hoy no existe de ninguna manera: asistir a estas mujeres y su entorno desde el momento de la decisión en adelante, se dé o no finalmente la interrupción. Parte de la situación que vivimos es consecuencia de la ausencia de políticas firmes que instalen de forma definitiva la educación sexual en las escuelas, también sé que muchas mujeres que apoyan el proyecto no están de acuerdo con el aborto en sí, no abortaron y/o no abortarían. Las mujeres que se expresan en las calles lo hacen hartas y lo hacen cómo les sale; muchas de ellas son jóvenes, pero es una preocupación que ha convocado a todas las generaciones.

La discusión en Diputados apuró los tiempos y revolvió el escenario general. Quiero ser franco también en este sentido, es claro que las posiciones atraviesan lo institucional, incluyendo lo partidario y, cabe destacarlo, lo religioso. Vimos por estos días cómo el FPV aplaudió a Fernando Iglesias y cómo el padre Pepe Di Paola trató de correr por izquierda a quienes votaron el proyecto, sobre todo a sus compañeros de espacio. También vimos a Lospennato decir lo que muchos esperaban que dijeran Solanas y Contigiani. Y fuera del recinto también lo vimos en usuarios de FB que critican a Vidal por sus políticas de ajuste luciendo el logo “Salvemos las dos vidas” o con médicas católicas apoyando públicamente el proyecto de interrupción.

Hasta aquí, lo que ocurre es lo que viví como docente cuando se tocaba el tema del aborto en alguna de las oportunidades que señalé más arriba.

Queda claro que este debate es más necesario e impostergable que nunca, hemos visto cómo surgieron de su desarrollo disensos absolutamente respetables, aproximaciones de posiciones y sorpresivos consensos. Pero ese mismo proceso produjo expresiones en contra de la despenalización cuyas particulares características condenatorias han terminado por fortalecer aún más este inocultable movimiento protagonizado por miles de mujeres en nuestras calles. Lo planteo aquí en términos personales porque no corresponde que involucre a nadie más, pero me arriesgo a decir que es una experiencia compartida por muchas otras personas. Y, quien me conoce bien, sabe que lo hago de muy buena fe.

En estas semanas escuché participar en la discusión a personas que públicamente han recomendado –de forma insistente y desde hace años– “meter bala” a tal o cual pibe, como a otras que añoran la dictadura tildar de “autoritario” a su interlocutor ante cualquier brete argumentativo. También vi a algunos que siempre se opusieron a la educación sexual en las escuelas acordarse repentinamente de “los preservativos, las pastillas y el DIU”; como a otros, que habían denunciado el proyecto de ley de forma ampulosa, invitar pocas horas después a las conmemoraciones por el aniversario de la Reforma del 18 usando aquel cartel que decía “Todes a la marcha”. Hay quienes se preguntan en las redes sociales de qué trabajan las mujeres que marchan los días laborables, cuando la respuesta está en su propia familia, porque asisten hijas, sobrinas, hermanas, madres, y/o amigas, basta con bajar un poco y ver la seguidilla de posteos que así lo certifican. Obviamente se lo preguntan porque ven quiénes marchan y lo saben muy bien. También he visto tergiversar intencionalmente el artículo 3 del proyecto para denunciar que, tras la aprobación, ocurriría algo que hoy sí se da gracias a la ilegalidad: la apresurada oferta para interrumpir embarazos ante incipientes malformaciones genéticas que no siempre están certificadas. Hasta un usuario de FB evitó jugarse sobre el tema porque quedaba feo y optó por hacer catarsis usando como excusa una foto en la que aparece un policía que estaba ahí, de guardia en la peatonal de Paraná mientras las mujeres marchaban…

Para completar la cosa, una institución (la distingo claramente de sus seguidores, muchos son víctimas de sus políticas) que participó activamente –para no abundar– en los campos clandestinos instalados por la última dictadura, caracteriza la despenalización como “nazismo de guante blanco”. En esos campos de concentración que supo construir también funcionaban maternidades, en ellas hubo partos, violaciones, torturas (de embarazadas y de fetos), desapariciones, destrucción de familias y, también, abortos. Muchas de sus víctimas eran cristianas y aproximadamente 400 argentinos de mi edad nacieron en esas condiciones, aún ignoran su identidad y siguen siendo los verdaderos “desaparecidos que están con vida por ahí”.

Este repertorio ha priorizado, además, llamar “asesinos” o “asesinas” a quienes apoyan la despenalización. De esta forma echó mano a un recurso extremo que terminó aglutinando a quienes fueron señalados como tales. Ese camino voltea todos los puentes y borran aquellos márgenes que, por ejemplo, diluyeron la tensión producida entre aquella madre y yo por el gesto de Laocoonte.

La lista sigue y esto se volvería más extenso de lo que es. Estas particulares expresiones fortalecieron el movimiento en favor de la legalización y lo seguirán haciendo, lo digo con el pesar de haber visto a mucha gente querida sosteniéndolas.

Que la situación haya llegado a este punto es responsabilidad de los múltiples, sucesivos e irresponsables intereses que han bicicleteado esta discusión. Recién cuando estas mujeres hicieron reventaron las calles exigiendo respuestas, los mismos sectores minoritarios que se retiraban de las discusiones se acordaron de debatir, de la educación sexual, de los plesbiscitos, de las mujeres, de las corporaciones de salud, del preservativo, el DIU y las pastillas…

Soy varón y jamás podré ponerme en el cuero de las mujeres que abortan, pero cuando hago el vano ejercicio pienso en lo siguiente: si las mujeres que marchan para apoyar un proyecto legislativo -que ya cuenta con media sanción- son condenadas socialmente de semejante forma ¿cuánta más violencia padecerán las mujeres que hoy abortan en la clandestinidad?

Los días que pasaron -junto a los que vendrán- son días históricos y lo son para todos. Debemos estas jornadas a las multitudes de mujeres que ponen el cuerpo para visibilizar estas postergaciones y exigir al estado una ley que selle semejante deuda. Festejo que la votación en Diputados haya contado con casi ninguna abstención como también el protagonismo de las mujeres comprometidas por resolver la deuda (desde la posición que sea) y, desde luego, el debate que se está dando.

Hace pocas horas, un sacerdote católico entrerriano redobló la apuesta exigiendo públicamente nombres y apellidos de mujeres que hayan muerto por la práctica clandestina de abortos. Así lo expresó: “Buenísimo. Pero ninguno hasta ahora dio nombres, ni trae algún testimonio de un familiar de las chicas pobres muertas por el aborto clandestino. Eso es lo único que pido. Si me dan eso, ya no desconfiaré”. De entrada pensé, con qué autoridad se atreve un particular a requerir, como si fuera un fiscal o un juez, una nómina de personas fallecidas en una práctica que hoy es ilegal. Tras ello, indefectiblemente, se me vino a la cabeza la incredulidad del apóstol Tomás y de cómo los seres humanos hemos zanjado estas cosas a lo largo de nuestra larguísima historia. Porque también sé que la aprobación del proyecto –sea cuando sea– pondrá en manos de este hombre las terribles heridas que cínicamente está pidiendo tocar y que fueron abiertas por la misma clandestinidad que está avalando.

Paz a vosotros. Que sea ley.

Fuente: Entre Ríos Ahora

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